lunes, 23 de mayo de 2011

La opinión de un extraño ...

Llovía tímidamente cuando se disponía a tomar el tren. Cruzó el pavimento mojado sin mayores inconvenientes, arrastrando sus prejuicios en una balija hasta la salida del estacionamiento. La calle olía a mojada, y el polvo depositado en las alcantarillas se había convertido en un babote insalvable. No lo pisa, pero las ruedas de su maletín dejan dos surcos en aquella masa. Miró para cerciorarse que ninguna otra parte se ensuciara de fango. La llovizna continuaba imperturbada, tímida, callada. Se escuchaba todo, el viento silbando entre los automóviles, sus motores funcionando, y en la altura, el tren rugiendo mientras se acercaba a la estación. Lo notó todo, como de costumbre.

En la estación montó el tren rápidamente, para reclamar una silla lateral. Así ocupaba cuatro sillas entre las que podía esparcirse a sus anchas durante los veinte minutos que dura el trayecto hasta la oficina. Miró hacia afuera, había dejado de llover. Llegó un caballero en sus cuarenta. Tenía el pelo mal cuidadoy amorfo, pero limpio; ciertamente nadie le molestaba por el aspecto de su cabello. Tampoco el de su ropa. Era mediano, y vestía totalmente sobrio, estandar. No lo juzgó más.

El tren partió y dejó atrás la primera estación. Arribó a la segunda, unos cuantos pasos adelante. Allí abordaron una muchacha y su madre. La primera era atlética, cuerpo delgado, y se desplazaba agilmente. Estaba en las postrimerías de su adolescencia. Vestía unos Crocs, unos mahones Capri y un grueso abrigo. (Entonces él se percató de que hacía frío. Casi nunca se percata del frío.) La chica tenía el pelo recogido en un rabo. Le caía constantemente en la cara. Era una chica horrible. Frente pronunciada y elevada, labios pequeños, el labio superior estaba un tanto deforme, la quijada adelantada, y tenía mechones de pelo pintados de un rojo imposible.

Tenía los ojos redondos, cristalinos, inquisitivos. Tuvo que mirarlos varias veces. No podía evitar mirarlos, llenaban todo el vagón. De pronto, sus ojos detectaron el polizón y lo miraron de vuelta. El tuvo que mirar hacia otro lado, se sintió incómodo. No quería que aquella muchacha pensara que era un enfermo. Pero no pudo dejar de volver a mirar, era como aguantar la respiración. -"¿Por qué estás tan feliz?" -; se preguntó. Cuando miró, la chica tenía sus clavados en él, mientras gritaban - "¿qué te pasa? " -. El miró a lo lejos y luego hacia abajo. Miró hacia el lado, el espantapájaros no le ofreció ningún consuelo, ninguna respuesta.

Cuando miró hacia el frente nuevamente, ya ella lo había dejado de mirar. Su madre tenía un teléfono celular. Con el celular le tomaba fotos a la chica, mientras ella modelaba. Era todo un juego. La madre se reía mientras lo miraba de reojo. Obviamente la chica se había quejado y la madre la estaba embromando.

- "¡Mierda!, están hablando de mí."- Pensó.

Escudriñó el juego de aquellos dos seres. - "¿Para qué quieren esas fotos?" - El se aborchonó de su pregunta, pero no más que de su propia respuesta. Cínico y perverso; respiró.

Continuó el viaje sin dejar de cuestionarse ¿porqué las fotos, porqué es tan fea, porqué me parecen tan peculiares los ojos? ¿Qué va a hacer con su vida, qué va a estudiar, tendrá novio? Se lleva bien con su madre, ¿será un espectáculo? ¿Qué verá ahora en el celular?

Dos estaciones más tarde abordó una niña con su madre. Se notaba que apenas aprendía a hablar. Repetía los nombres de las estaciones que reproducían los altavoces - " 'artine 'adal; las lomas, 'an francisco, ... " -. - "Acaba de aprender a hablar" - pensó él mientras paseaba la vista por el vagón. No podía dejar de observar.

Se topo de nuevo con el adefesio. Su mamá le hacía alguna historia pícara, porque reían. Su risa con antifaz se unió a sus ojos para iluminar todo el vagón. Alcanzó entonces a ver que la chica no tenía los dientes incisivos. - "Pobre" - se lamentó. Empezó a imaginar porqué aquella chica no tenía los dientes. Quizás era el resultado de una deformidad congénita, tenía unos rasgos distintivos.

Otra joven abordó perdida y desorientada. Tenía la cara tajeada y varios moretones. Abordó el tren en San Francisco. Nadie la miró. Imaginó entonces dónde se había caido, que quizás era el resultado de algún trance previo.

La chica y su madre se apearon del tren en Centro Médico

Entonces lo deslumbró el resplandor intenso de la valija que venía arrastrando desde el estacionamiento. Había ocurrido nuevamente, se le habían quedado encedidos. Paseó la vista de nuevo por el vagón, y confirmó la identidad de aquel hombre, cuando sacó y comenzó a leer una revista. Pero cuidado, no leía Vanidades, era "Dungeons and Dragons". El nunca había leido ninguna edición, supuso que tal vez debería leerla.

Imaginó salir de la estación, despojarse de su atuendo, y zambullir la cabeza en una paila de pintura amarilla, de tránsito, para teñir su pelo hirsuto y desaliñado. Desplomarse entonces en el concreto y perpetuarse lentamente; ser una masa gelatinosa, apestosa, amarilla, baldía y desnuda. Pero entonces recordó el pavimento mojado en sus pies; la áspera caricia del concreto, el dolor que da en las canillas el sentarse en cuclillas, y la represión de su desnudez; desistió un instante más tarde.

- "Piñero" - lo interrumpe el tren. Sale despavorido hacia la oficina.

Al salir del vagón no le dice nada a nadie, ¿qué más da la opinión de un extraño?

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