lunes, 23 de mayo de 2011

Quien hubiera dicho que era tan flamable el cañita.

Cuarenta años más tarde todavía me conmueven las historias de amor.

Atascado entre dimensiones, hay vida en este más acá. Divagamos, pero no tanto, apenas nos tropezamos unos con otros en el diario vivir. Los encuentros, sin embargo, siempre son cordiales.

Tengo que colarme por las ventanas, entre las cortinas disfrazado de viento. Mirar la televisión, pasearme por encima de la mesa a la hora de la comida, insinuarme en los baños a la hora del aseo, son cosas que hago. Me divierto, pero no mucho.

Ahora que se ven las películas en las casas, puedo ver varias en una noche. Con los que no puedo bregar son Jason y Freddie. Demasiado fuertes, no les llego a los tobillos.

No creo que la vida fuera ni aburrida, ni excitante. Tampoco fue monótona ni extraña. Siempre estuve en el mero medio de todo. Viajes a la playa, domingos en el sol, a las doce una cerveza para aplacar el apetito. Conocí y perdí el amor en Roma, en los brazos de un torero llamado Rufo. Mi padre fue siempre un tecnócrata empedernido, obstinado con encontrar en el trabajo rudo la respuesta a todos nuestros problemas de disciplina. A veces él formulaba reclamos escandalosos, como poder caminar una milla en tres minutos, o sacar las vacas del río aventándolas por el rabo. Aseguraba que él le recomendó a los americanos suprimir la acentuación para agilizar el lenguaje escrito. Contínuamente enviaba cartas mal escritas a la Real Academia de la Lengua para requerirles que adoptaran su modelo de eficiencia. (de más está decirles que abogó incansablemente por la abolición de la ñ).

Siempre que salía algo nuevo, él ya se lo había ingeniado. Hubiéramos sido ricos si hubiera patentizado una pequeña fracción de las cosas que aseguraba había inventado. Me acusaba a menudo de perder el tiempo. Me pedía que fuera con él para aprender a diferenciar los árboles de naranja, de los de toronja; la malanga de la yautía, el melón de la guanábana. Cosas que en verdad, jamás me interesaron.

Nunca fui cosmopolita. No cambié mi peinado, pese a odiar como me hacía lucir. A menudo me entretenía sacando la mugre de las ranuras de los muebles. Pasaba las tardes en el balcón, buscando errores ortográficos en las traducciones de las novelas de vaqueros que el tío Juan nos prestaba cuando terminaba. En misa me apoyaba en el banco de al frente. Típico de cualquier adolescente.

Nunca entendí de donde salió la pequeña fortuna que mi padre nos dejó al morir. ( Se incendió, tratando de desarrollar un método para destilar un cordial del cañita. Quería llamarle champañita. Quién hubiera dicho que podía ser flamable ...)

La realidad es que me permitió ver el mundo. Decidí ir a Roma. En una fuente se encontraba Rufo, con una camisa y un pantalón de una o dos tallas más ajustadas que la que requiere la circulación sanguínea. Llegué vestido con una chaqueta, y un pantalón pardo, no muy oscuro. No podía resistir la tentación de vestir como un actor de telenovelas para los momentos dramáticos de la vida. Además, nos habían enseñado a vestir siempre con una formalidad absurda para el trópico. Caminé todo un verano por Italia con dos o tres trajes que llevé, mojado de sudor debajo de la ropa.

Pero aquel día el atuendo confundió tanto al pobre Rufo (bueno, el traje junto a algunas copas y la obvia interrupción de la sangre que podía llegar a su cerebro), que se me acercó y me abrazó efusivamente. No lo evité, me abandoné entre sus brazos, sin abrazarlo pero sin separarlo. Tuve que retirar la cabeza para evitar el tufo que resultaba luego de una tarde de mucho vino. Cuando me soltó balbuceó unas palabras en un español que no entendí. Seguí mi camino, sin mirarle a la cara de lleno. Esquivé su mirada para ahorrarle el bochorno de comprender que se equivocó.

Me retiré incómodo y un poco asqueado por haber sentido su cuerpo contra el mío. Esas eran cosas que los hombres no podían tolerar. Sin embargo, no me molestó tanto. Al confundirse me hizo percibir el amor. Me percaté que en toda mi vida nadie me había abrazado de esa manera, como se abraza a un ser querido. Todavía me pregunto qué hubiera ocurrido si lo hubiera abrazado también.

Conmigo estaba mi madre. Ella también se percató de la indiscreción de mi espíritu. El resto de la tarde estuvo esquiva, abochornada. Nunca hablamos de Rufo, pero con mi madre, no se hablaba de casi nada. Por sus venas surcaba un cauce de arena y aluvión seco y congelado. Al morir papá se distanció de todo. Vivía entre la Iglesia, las labores domésticas, y las telenovelas. Aún no ha muerto, está hecha de palo, congelada ahora para siempre en el sosiego de la muerte de su hijo. Aquel dolor era un anticoagulante para sus venas.

Mis tendencias histriónicas me facilitaban observar con ella las tandas de novelas de la tarde, luego de la escuela. Magníficas creaciones que compartían las tres un mismo guión. Me concentraba en el esfuerzo olímpico de los actores de reparto de brindarle legitimidad a la extenuada trama. Al final, cuando me despedía de ella, me ponía el chaquetón y frente al espejo del chiforobi (chifforobe), actuaba las poses, miradas y posturas de los actores de reparto. Mi constitución flemática no permitía alardes estelares. Así construí mi portfolio de emociones cuidadosamente clasificadas, estudiadas, y depuradas.

De más esta decir que mamá fue la que me presentó a Enildaeh una chica de descendencia irlandesa, española, apostólica y romana. La enamoré rápidamente con mis ademanes Davilescos. Su padre improvisó una boda que celebramos en un restaurante en la No. 2. El sospechó que no sería la última boda que asistiera para esa hija. Estaba en lo correcto.

Cuando comenzaba terminaba muy rápido. Las rutinas de novela llegaban hasta un momento muy preliminar. La frustración era evidente para ambos. Ni las telenovelas, ni las historias de vaqueros, ni el cura me podían ayudar. La situación llegó al punto que cuando su afán se aplacó, me aterraba llegar a la casa en las tardes. El miedo de encontrarla allí me robaba el aliento. Así que reanudé la rutina de las telenovelas con mi madre. Llegaba a casa tarde, cuando ella usualmente dormía. A ella, obviamente no le molestaba.

Una tarde mi madre me sorprendió con una pregunta a flor de labios. Preguntaba que me pasaba con Eni (claro que le tenían un apodo, imagínense llamarla por semejante nombre). Le contesté con la verdad, a mi madre no le podía mentir. (Así que imagńense cuando le conté lo de Rufo, que dicho sea de paso es el nombre que se me ocurrió ponerle porque no conozco su nombre.) Me explicó que a la mujer hay que correr a atenderla. En el medio de las telenovelas ese día me dió ejemplos de las cosas que hacían los actores para asegurarse a su mujer. Ese Viernes estrené una nueva emoción, los celos.

No se sentían como Rufo, pero fueron suficientes para correr a la casa a toda prisa. Me extrañó encontrar mis pantalones del traje claro en la silla al lado de la cama. Tenía semanas sin verlos. Eran de hilo muy fino y muy costosos. Pensé que los había extraviado, pero supuse que estaban en el sastre o algo así. Cuando los puse en la percha cayeron unos billetes del bolsillo. Fue entonces que escuché un ruido muy perturbador. Se escuchaba el chasquido de la ducha a través de la puerta entreabierta y de fondo un gruñido rítmico que no lograba identificar. Me puse la chaqueta oscura, y con la cabeza un poco inclinada hacia la derecha abrí la cortina de la ducha. Ví su cabellera empapada por el agua, y superimpuesta sobre su blanca piel, entrelazada. Me pareció mas ordinaria que nunca. Lo único que alcancé a decir, maldita sea, fue : "O sea, que este pendejo era el que tenía mis pantalones."

Salí de la casa luego de agarrar los billetes que se escurrieron del bolsillo de mis pantalones claros y me dirigí al bar, mamá a esa hora ya estaba dormida. Me bebí los chavos de él y los míos. Me disponía regresar a casa resuelto a no hablar más del tema. Apenas salía del bar, un rayo de luna me atravesó los intestinos. Debí quitarme la chaqueta antes de salir de la casa.

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