La madre tenía que explicarle que ya no era verdad, ya no es cierto que solo los pervertidos la mirarían. Seguía siendo una niña en el cuerpo de una mujer.
Salió apresurada del tren. Con la urgencia de evitar que las puertas le cerraran el paso a la estación. Era un miedo intuitivo, nunca lo había presenciado, pero estaba segura que en algún momento alguien perdió el paso a la estación de destino. Se imaginó la vergüenza personal e íntima del que le sucediera. No le podía pasar a ella.
La chica la siguió, arrastrada por una fuerza invisible. Una vez dentro de la estación la chica recordó el incidente, mientras le preguntaba a su madre:
¿Qué le pasaba a ese? -
Te estaba mirando … - contestó la madre sin resentimientos.
¡Ay mira, fó! – la interrumpió la chica haciendo alarde de inmadurez.
La madre sonrió soslayadamente. Pero la niña frustró la celebración con su amenaza: - “No te rías” – le increpó.
Ya no eres una niña, tienes tu cuerpecito, y los hombres te van a mirar. No tienes porqué enojarte. Todo es cuestión, de irte acostumbrando. Si te picas, te chavaste. ¿Sabes por qué?, porque van a pensar que estás reciprocando, que estás riéndole el chiste. Tienes que mantenerte firme, y si puedes hacer un gesto de desdén mirando hacia otro lado. - Le aconsejó mientras caminaban a su casa.
Pero es que me enfogono – contestó la chica en tono tedioso, de fastidio.
Si, pero es que ya no vas a tenerme ahí siempre para espantarlos. - Apuntó la madre.
Tienes que manejarlos tu solita porque si no se te trepan.- añadió enérgicamente, luego de una pausa. Luego irrumpió en la advertencia de rigor.
Ahora vas para esa escuela que queda más lejos, y yo no te puedo carretear para atrás y para a’lante como antes. Sabes que allí los muchachos son el diablo, y muchas de las nenas se dejan. Tienes que estar pendiente para que no te engatusen.-
Su monólogo es en vano. La niña comparte su propia habilidad de eludir los temas que no quiere manejar. El patrón, de miradas lejanas se lo dice todo. La chica ha andado más que lo que demuestran sus desmanes usuales. Se había hecho la ilusión de que la dentadura imperfecta, la quijada adelantada y el carácter inconcluso de alguna manera dispensarían a la chica de la vorágine masculina.
Salieron de la estación y caminaron en silencio. Avanzaron rápidamente por las aceras. Comentaban cada escena, especulando el propósito de lo que estaban construyendo y el uso de lo construido. Las aceras encintan el asfalto recién vertido y el pavimento era transitado por un millón de automóviles. Los niños no pueden jugar en las aceras, ni en las calles.
Tampoco pueden jugar en los parques. A lo lejos se ve uno, un gran manto verde inundable. El predio, está surcado de gomas de los vehículos que utilizan para podarlo. Resulta imposible jugar allí, todo el terreno está saturado. Lo cruzan varias planchas y aceras de cemento, que ofrecen muy poco espacio.
Llegaron a la casa, cansadas y un poco sudadas. El frío de la mañana había sido reemplazado por un calor de mediodía que mezclado con la humedad probó ser un adversario demasiado apto para la pareja. En la marquesina descansa inamovible un automóvil impecable. Está guardado por un portón de rejas. La casa se sienta a dos metros y medio detrás de una verja de cemento y rejas. Está pintada de blanco. Llegan hasta el portón y lo abren, la casa no tiene puerta de entrada. Se entra por un portón que guarda el balcón que en el fondo esconde una puerta perpendicular a la fachada.
Desde afuera se ven el comedor, el mostrador, y la cocina. La sala queda en el mismo espacio, pero fuera de vista. Pero no importa, tienen un juego de muebles de sala, uno de comedor, uno en el balcón, y hasta unos taburetes apostados frente al mostrador. Por el lado de la cocina se avista un pasillo. El pasillo está flanqueado por puertas a diestra y siniestra. Son closets, dormitorios y un baño.
Entran y atraviesan el laberinto de muebles. En el mostrador quedan las llaves, una bolsa con algunas compras, y varios papeles que la chica traía en sus manos. La madre se dirige hacia el final del pasillo, dónde ubica el astillero clausurado de sus amores náufragos.
La chica entra en unos de los dormitorios laterales. Es un dormitorio sencillo, una cama pequeña con un gavetero y un espejo. Se aleja de las ventanas. Se despoja rápidamente de los zapatos y las medias. Se suelta el rabo y se amarra el pelo nuevamente con una banda, menos firme. Se desnuda temporeramente, se quita la camisa de botones, el pantalón, y los brasieles. Ya ha sacado una camisa y un pantalón corto. De momento entra su madre de sopetón. La chica desconcertada esconde su desnudez. No hablan, aunque las dos se miran.
¿Qué quieres de comer? –; pregunta la madre desde el umbral.
Nada -; miente la chica mientras se vuelve a toda prisa a tomar la camisa.
Estoy pensando freír pollo, con papas o tostones. – dice la madre escudriñando a la chica que ya se ha puesto el pantalón.
Entonces, no, yo hago el arroz y las habichuelas, tengo ganas de hacerlas como me enseñó abuela. – Interrumpió la niña avanzando hacia la madre.
La chica elude la irrupción intencional. No pelea, como lo haría siempre, porque su madre entrara sin anunciarse. La madre esperaba la queja, nuevamente; la chica había cambiado el tema. La chica se adelanta a la cocina resuelta a no hablar más. La madre la sigue con una sonrisa a medias nuevamente clavada en la boca.
Luego culmina el ocio. Sacan los utensilios e improvisan la comida. Sencilla y sin pretensiones, puesto que ya no existen entre ellas mayores requerimientos culinarios. Se ayudan en una coreografía sin ensayo mientras hablan de pequeñeces. Al final no queda claro quién ha cocinado el plato a consumir. Ciertamente, no han freído pollo, hervido arroz, ni guisado habichuelas.
La chica se sienta a comer en los taburetes del mostrador. La madre se queda parada, a un lado del fregadero. Cuando la tiene de frente la atraviesa de un vistazo. Entonces recuerdan ambas, la madre ha dejado un comentario pendiente.
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